martes, 9 de agosto de 2016

martes 9 de agosto de 2016 He aprendido. En los últimos largos meses, mas largos en este invierno de Buenos Aires que hostiga la piel y los huesos: que el que tiene una casa tiene mucho, que el que tiene alguien a quien amar profundamente tiene mucho que el que ama y es amado tiene mucho que cada día ocurren pequeños milagros en los que no reparamos como nuestra respiración, el latido del corazón, las manos que se mueven las piernas que nos sostienen, la sonrisa que nos arranca alguien o algún chiste, los ojos brillando como perlas en el cielo nocturno, un abrazo, un beso una caricia, cada sol, cada lluvia, cada nuevo brote, una flor, una hoja del otoño que se enrieda en nuestros pies, el alma sana y libre cuando Dios la deja volar, la voz y la mirada de Dios en todo lo que hacemos, el canto de un pájaro el místico azul del cielo, el silencio de la noche quieta, la luna hechizando las estrellas, cada luz moviéndose en el cielo, una mirada agradecida, un momentito mágico de risa y el dolor y el cansancio que se van haciendo amigos del cuerpo que madura, la alegría del corazón que le da pelea a la soledad, la esperanza, las fuerzas renovadas al despertar un buen sueño, el sol entrando por la ventana, un plato de comida en la mesa. Tenemos tanto que agradecer y tanto por lo que estar felices y no lo vemos, solo vemos la carencia, solo vemos lo que no tenemos y queremos, solo vemos lo que nos falta y no valoramos el pequeño milagro de cada día, una ducha calentita, las energías, una cómoda y caliente cama. sera por eso que al despertar casi todas las mañanas saludo a Dios y le digo gracias por respirar y estar viva. en un rato me voy a tomar un buen café y una ducha calentita, que son parte de mis insignificantes placeres diarios pero que en verdad cuando no se tienen como las demás cosas que mencione equivalen a ser rico